jueves, 14 de enero de 2010


El Baúl de los Recuerdos por María Emilia Floriani y Ana Pfannkuche


Como dos entradas atrás presentamos a autores que sin falsas dialécticas comunicacionales buscan desde el primer impulso mostrar el relieve de una obra, aquí recuerdos y palabras.

La última edición del diario La información en su formato semanal estuvo íntegramente dedicada a la sección El baúl de los recuerdos, escrita por María Emilia Floriani y Ana Pfannkuche, espacio que dicho medio fue publicando a largo del 2009.

La Biblioteca Sarmiento, al modo de otras veces en el tiempo, tuvo la oportunidad de darle connotación pública a este proyecto artístico: María Emilia Floriani leyó en el marco del evento La Provincia en Estado de Lectura de 2008 Los kioscos y mi adolescencia, base luego del escrito “El día que llegaron los Chupetines Bolita”, y Ana Pfannkuche hace unos años mereció el Primer Premio del certamen literario Blanca Ana Iribarne de la Biblioteca por “Colón”. Según nos cuentan, Floriani ya compartía relatos parecidos en el programa de radio Sin Fronteras conducido por Luis Abdo.

Aquí copiamos “dos baúles”, Anita y María Emilia hace rato merecen un espacio en nuestra constelación de autores locales. “Colón” recuerda al viejo personaje cañuelense, en un cuento de valor literario y a la par documental (¿quién de los lectores se acordará de él?, los de aproximadamente treinta años de edad tenemos algunas memorias;
como una de las posibles moralejas del relato –de lo mejor de Anita- proponemos empezar a volcar la desconfianza en otro tipo de personas y no en sucios y zaparrastrosos como el bueno de Colón). Y el otro baúl es “La máquina de escribir”, de ambas autoras, el directo ascendiente de la PC y de Word, sin pantalla e Internet, claro.

El texto que los antecede fue escrito, casualmente, por el mismo que administra este blog para la última edición del semanario (ahora con la suerte de una revisión).



La memoria en los relatos

El Baúl de los Recuerdos es una sección que este medio viene entregando hace ya casi un año. Escrito de manera conjunta entre María Emilia Floriani y Anita Pfannkuche, fue un espacio en que el recuerdo fue protagonista.

El recuerdo es una forma del tiempo, como la actualidad. Y a ninguna de las dos se les puede pedir exactitud. Diríamos que el recuerdo, una vez que pasa a formar parte de un relato y del primer lector, ya es memoria. La memoria es lo que impide que cualquier relato se deshaga, inclusive el periodístico.

Hoy la mayoría de los medios de comunicación para informar apelan a la síntesis de la imagen, también un relato y algo en el tiempo. Del mismo modo ocurre cada vez más en la vida cotidiana con las nuevas tecnologías.

La ventaja o lo imprescendible de la memoria como la venimos tratando, es su poder de relación. Una foto puede mostrar en fracción de segundos lo que en la formación de una memoria son años de vida; la función de la memoria es volver a traer a la vida las mismas cosas siempre de distinta manera. Vemos lo que ocurre, al contrario, cuando domina el relato de la imagen: hechos que dominan por algunos días y luego desaparecen como si nunca hubieran existido.

María Emilia Floriani fue, en la mayoría de las historias, esa subjetivad que da la necesidad y la precisión del recuerdo, y Anita Pfannkuche el diagrama del relato. Y a veces al revés. No decimos, también quisieron mezclarse. "Colón", de Anita -que recuerda el viejo personaje de Cañuelas- es inclusive una obra premiada literariamente. La historia de la Estación y los trenes, Zapatero a tus zapatos, fueron tal vez las investigaciones más completas.

El género se puede definir como crónica, aunque tenga en muchos casos la sencillez de abrir un baúl. Las crónicas cañuelenses ya han sido trabajadas muy bien por la escritora María Lydia Torti en su libro de igual nombre, Pablo Garavaglia es otro escritor cañuelense apegado a esta forma de contar. La novedad en estas historias, según vemos, es la descripción increíblemente detallada de técnicas de trabajo y minucias antes cotidianas en peligro de extinción. Así en las técnicas utilizadas por los zapateros, en los usos de la belleza por parte de las mujeres, en los antiguos remedios y el lugar de las enfermeras, en los trabajos de los ferroviarios, entre las destacadas.

María Emilia y Anita, además se preocuparon por nombrar a la mayor cantidad de personas posibles, porque -dicen- debe ser un recuerdo, un orgullo para las familias. El mundo de las historias es, en la mayoría de los casos, el trabajo, y un Cañuelas que fue y aún es.



Colón

Un día cualquiera en nuestro pueblo de calles aún polvorientas, con veredas altas y zanjones apareció en la calle Mozotegui en la propiedad de Don Barón Fuentes, un personaje que vivió hasta una edad indefinida, con una personalidad incierta casi como la historia del principito, sin saber de dónde venía, ni hacia dónde quería ir, con sueños de aviador y cantando como Gardel, de quien se decía hijo natural “por una travesura de su vieja”...

Don Fuentes lo instaló para que se cobijara en su propiedad y le cuidara un viejo galpón de paredes de ladrillos asentados en barro, linderos a la antigua casa que se usara de escuela, años después.

Este hombre, que se nombraba a sí mismo Flores, “hijo de Gardel” vivió siempre de la caridad de sus vecinos, por el afecto que le tenían, ya que su orgullo nunca le permitió pedir comida.

Don Roldán, el verdulero del barrio le daba frutas y verduras. Doña Higinia Fernández lo llevaba a su casa y, a cambio de arreglar el jardín, lo hacía bañar y le daba ropa nueva. Don Alejandro Abdo le cortaba el pelo, apartaba todos los días de la mesa un plato de comida “para Colón” y tenían interminables charlas en la vereda en las tardecitas de sol... A Doña María, le “encomendaba” un jaboncito de olor para lavarse la cara... a Marta y Alcides, la yerba y el azúcar…

Él recordaba haber piloteado aviones de guerra en su juventud de pasado incierto, y entre fantasía y locura se apasionaba con detalles técnicos asombrosamente verídicos. El apodo de Colón se lo pusieron los estudiantes por su ropa oscura, grande y su cabello gris de penachos ensortijados. Como quien cumple horario, a la entrada y salida de la escuela estaba siempre firme en la esquina mirando pasar los blancos guardapolvos, por la mañana con el portero Martínez y por la tarde con Don López.

Al levantarse, libre al igual que los pájaros, cantaba tangos de Carlitos...

En el fondo de la vivienda, entre árboles frondosos había fabricado con ramas, maderitas, piolín y alambre un avión en perfecta escala. En su delirio, planeaba volar y llevar los planos de su invento a la Fuerza Aérea. Hasta le colocó dos ruedas viejas de ciclomotor. Según se dice, alguna vez intentó volarlo subiéndolo a un techo, con el apoyo travieso y burlón de unos cuantos jóvenes.

Quién sabe qué locas fantasías llenaron su existencia, quién puede saber la verdad deshojada de una vida transcurrida entre la bohemia y la libertad absoluta, sin dueños, sin jefes, sin obligaciones, cuando el único dolor posible era el que le reclamaba alguna vez su mal cuidada dentadura o su estómago vacío.

Sin embargo, no todos fueron cantos y sueños. Un grupo de chicos tal vez inocentes pero muy crueles, le habían arrojado piedras en la Plaza Belgrano y él perdió un ojo. Fue, en toda su vida, la segunda entrada al hospital, además de una gripe. Tuvieron que dejarlo desnudo para evitar que se escapara y como un animal acorralado, padeció cada día el horror de una cama con sábanas limpias.

Cuando se vendió la propiedad donde habitaba, detrás de la casa de las hermanas de Don Fuentes, Don Alejandro le armó una pieza y mudaron sus pertenencias.

A la madrugada, algún trasnochador vio en medio de una copiosa lluvia al ya viejo y vencido Colón arrastrar penosamente su destartalado avión hacia su nueva vivienda. Patéticamente, luchando contra el viento, en una fantasmal figura de trapos y maderas llevaba lo que él había creado. Su único tesoro y su tan guardado secreto: su avión. Caminante incansable de las calles de Cañuelas, se lo podía ver por todos lados. Por su aspecto, muchos le temían, pero nunca se supo que molestara o faltara el respeto a nadie.

Su última morada fue una pieza en la esquina frente a Sabbat. Ya sin su avión, sin su ilusión, solo. Por las mañanas, el aroma del horneado de la panadería y el café recién molido de la confitería se mezclaba con el humo del pequeño fuego que encendía para calentar su mate y el pan viejo de su desayuno. En él volaba su canto, cada vez más apagado y menos comprensible.

Y así se fue. Dormido para siempre en su cama de cartones, olvidado rápidamente por una sociedad a la que perteneció como un espejismo y dejando tan sólo en la memoria la noticia de que “el loco Colón”,
“pobrecito”, esa terrible noche de invierno, se murió de frío. O tal vez partió al fin en su avión, en un último vuelo, dibujando en el cielo un elefante dentro de una boa.


Anita Pfannkuche




La máquina de escribir

Cuando los alumnos varones (Roberto Etchebehere, Julio Biato, Chiquito Della Corte, Enrique Bellagamba, Daniel Darburo, Jorge Castañeda, los “forzudos” del curso) alcanzaban las máquinas de escribir para comenzar las clases de mecanografía dictadas por la Sra. Vilma Campagnoli o el Sr. Aníbal Garavaglia, comenzaba la disputa por las que mejor funcionaban.

Era la vieja escuela Estrada, aquella de salones de techo alto, piso de madera y galería de tejas francesas. Las máquinas de escribir no eran muchas, así que algunas eran codiciadas sobre todo por quienes debían rendir la prueba de velocidad.

Con paciencia, la Sra. Vilma nos enseñaba a sentarnos derechos, con los codos pegados al cuerpo y las muñecas levantadas para que al caer los dedos sobre el teclado no hiciéramos tanta fuerza (durísimas las teclas) y, explicaba, que al teclado llamado QWERTY lo dispusieron tratando de que no coincidieran las letras más usadas (en idioma inglés, el originario) y no produjeran atascos, porque las guías que llevaban las letras en su punta se encimaban al coincidir en el mismo lugar.

También había profesores y academias particulares en Cañuelas que enseñaban mecanografía, además de contabilidad o recuperación de materias. La Sra. Martínez en la calle Mozotegui. La Academia Nusdel de Lita Fiala, quien lidiaba con una gran cantidad de alumnos que trataban de entender la diferencia entre carro, rodillo, palanca de cambio de renglón, fijadores de papel…estaba en Lara y Vélez Sarsfield, y su papá tenía el comercio dedicado a reparación de herramientas agrícolas. Entre otras cosas, arreglaba los rayos de madera de las ruedas de los carros.

En la academia de la Sra. Nélida Hidalgo y señorita Olga Sarraih, en la calle Rivadavia entre Del Carmen y 25 de Mayo, también contaban con una máquina para enseñanza.

Una de las personas que componía las máquinas de casi todo el pueblo era el Sr. Rivero y estaba instalado donde hoy es el Saloon Old West.

Imaginemos ¿dónde se comenzó a usar en Cañuelas? Seguramente en el Juzgado, en la Municipalidad, en las escribanías, en los bancos, en la antigua D.G.I. En las oficinas de contaduría de Don Samarati, Cesteros, Ponce de León, Alday (allí estaba la querida Chola Frecino), en la Sociedad Rural, en Rentas, con la señorita Regina Bigiotti y la Sra. De Torres. Algunas de las ventajas de usar las máquinas de escribir era la de obtener copias (hasta cinco carbónicos resistían las que tenían los tipos nuevos), más legibles los escritos, menor dolor de espalda de los escribientes.

La mayoría de las máquinas eran Remington, y fueron producidas industrialmente a partir de 1874, favoreciendo el ingreso de la mujer al trabajo de oficina. En la Escuela Estrada, las máquinas eran de marca Underwood, Remington y Olivetti. Había alrededor de 15 pero no todas estaban en buen estado. Las clases en los cursos de cuarto y quinto año no podían superponerse, por supuesto.

Según cuentan, el conde León Tolstoi fue el primer escritor que utilizó esta nueva invención en el año 1885. Resistentes, sólidas, cada máquina tenía una particularidad en su escribir, algunas agujereaban las hojas en la letra “o”, “a” o el acento (ése que nunca se acertaba si iba antes o después de la letra), y así hasta la máquina de escribir eléctrica con memoria artificial, de la década del ochenta.

El progreso trae cambios. ¿Veremos en un futuro a la gente escribir a mano?, si hasta un borrador tipeamos ahora con la computadora, y los más chicos en edad de jardín, escriben su nombre en la compu de los padres. ¿Quién se animaría a escribir si tuviera que cambiar primero la cinta? ¡Qué pensarán de nosotros los niños cuando les contemos que había un timbre que nos avisaba que faltaban cinco letras para llegar al margen derecho! Y sin embargo, si seguíamos de largo se apilaban las letras en un solo lugar. Y si no se podía borrar, había que rehacer el trabajo.


Anita Pfannkuche
María Emilia Floriani



Semanario La información Año 5, Nº239, 8/1/2010, último número
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